3 novembre 2009

te qui la

Hay dos locos que ya no caminan de la mano, que no se abrazan, ni se miran, ni se tocan y se olvidaron de los terremotos que causaba el roce de sus labios.
Ninguna risa agrieta el obelisco, ninguna boca toma café, ni hay manos que revuelvan los libros que se venden a menos de tres pesos (y nadie lee las dedicatorias a desconocidos).
Nadie pregunta si ésta es la calle de las casas de música, ni se fijan en los saxos o las trompetas sin boquilla. Ya no hay gente acostada en las plazas, ni teléfonos cayendo del cielo, ni árboles deformes con gente que se golpee la cabeza contra ellos. No existen las barbas ni los ombligos. Desaparecieron los trabajos, las mañanas, los fines de semana.
¿Por qué los nombres no son recordados? ¿Por qué las cosas poco importantes se prohibieron?

La loca aprendió a prender el encendedor cinco veces seguidas, para mantener intacto su meñique, y nunca más pisó Starbucks. Encontró la forma de saber cuándo, dónde y por qué alguien va a mostrarse. Y a la noche, antes de dormir, prende la televisión y no la ve.
Escucha atentamente pero no hay ruidos, cierra los ojos pero no duerme, abre la boca pero no come, se corta las manos pero no llora.

Enriqueta se sienta en la mesa de luz y espera a verla despertar, aunque sabe que van a golpearla por la mañana y por la tarde, otra vez, como siempre, va a ser colgada del espejo.

Aucun commentaire:

Enregistrer un commentaire