6 mars 2009

Patético

Ayer pasé la noche en el hospital. Tirada en el suelo del hospital, durmiendo en una escalera, muerta de hambre, saliendo cada tanto a fumar un cigarrillo y hacer sociales con los otros que estaban en la misma situación que yo.
Treinta y cinco números son los que entregan para ser atendido. Antes de las tres de la mañana, ya éramos esa cantidad. Habíamos armado una lista por orden de llegada, a modo de tener algún tipo de organización interna.
Éramos una gran familia: El de los brazos tatuados, el que leía Harry Potter, Anibal y su novia, Virginia, las maestras, el padre, el novio, la hija y su madre, la que estudiaba derecho, el que no paraba de hablar, etc. Por un momento pensé en La autopista del sur. La relación era muy pobre, pero se me vino a la cabeza una versión 'hospitalezca' de ese cuento.
Dolina habla de la espera y del sentimiento de odiar a cualquiera que no sea el/la/lo que esperamos.
Estaba sentada en un muro, fumando un cigarrillo, y contando la gente que llegaba. Diez en exactamente diez minutos. Desde el celular, me dicen que esos detalles se notan cuando uno está solo.
Cuatro y media de la mañana salí a comprar otra botella de agua. Uno no imagina cuánta sed puede dar esa situación. El kiosco y el buffete del lugar cerrados. Volví a cruzar el hall enorme, a oscuras, pero ya no vacío, sino lleno de gente, también sentada en el piso, esperando tener lugar para pedir un turno para atenderse por tal o cual cosa. Causaba tristeza, ganas de llorar, ver a las embarazadas tratando de acomodarse en el suelo, sentadas arriba de una toalla para no tomar frío. En los pasillos y las salas de esperas no hay sillas.
Virginia y el de los tatuajes dormían, las maestras hablaban a los gritos (como siempre hacen las maestras), el que leía leía y Anibal se besuqueaba con su novia. Traté de dormir un rato pero con la luz blanca me resultaba imposible. Situación de hospital, entonces: ascensor que baja, gente que sale de el corriendo, llorando, abrazándose, las miradas de todos los despiertos fueron hacia ellos. Algunas con pena, otras comprensivas y, en su mayoría, y en esta me incluyo, incómodas. Ascensor que sube, ascensor que baja. Un médico entonces saca una camilla. De pronto silencio general: los dormidos se despertaron, el que lee dejó de hacerlo, las miradas se posaban, casi morbosamente, en el bulto cubierto de bolsas negras. Tristísimo, indignante.
No pasaron más de cinco minutos antes de que la sala volviera a ser lo que era.
A las cinco de la mañana nos acomodamos por orden haciendo una fila alrededor de la sala de espera. El lugar donde nos sentáramos iba a ser nuestro por dos horas y media, el que se levantaba sin avisar perdía. Me dormí para despertarme a las seis, para despertarlo, y dormí 15 minutos más.
7:30 me dieron mi número: 2. Me llamaron, me dieron un papel, me mandaron a hacer un estudio. Subí, empezaban a atender a las 8. El pasillo estaba lleno de gente esperando, otra gente, me molestaba su presencia, casi extrañaba a los demás (es que nueve horas en una habitación con treinta personas es mucho tiempo) A las 8 en punto me atendieron, tuve suerte, cinco minutos después estaba esperando el café en un bar. Todo el buco dental fue "abrí la boca, bien" y un sello.
Tengo que volver el lunes a sacarme sangre, el martes a retirar los resultados.

Pensar que, así como yo lo hago por un laburo una vez al año, la gente lo hace todos los días, inevitablemente, sin importar su estado físico, de salud, familiar, laboral, ni su edad, ni absolutamente nada de su persona. Y sin tener siquiera una silla para sentarse, comer, dormir...y tal vez hacer un fuerte.

Aucun commentaire:

Enregistrer un commentaire