19 mars 2009

Tal vez no sería tan grave si no abundara en detalles, pero si no lo hiciera no estaría diciendome la verdad.

Lo retengo, lo guardo en una caja, en una cajita con agujeros en la tapa. Cada tanto me asomo y lo miro por uno de esos huequitos. Lo miro y me duele, lo miro y quiero sacarlo, dejarlo ser, pero el miedo me lo impide. El miedo a que en los años de encierro e inanición lo hayan puesto en mi contra y que, al liberarlo, me ataque con toda su furia, me hiera, me mate y me vuelva a matar. Morir en sus manos, morir de nuevo, como los árboles (de pie), en silencio, entre lágrimas dulces y narices rojas, rojo sangre. Sangre que se congela, se congela y es por el, por su cabeza levantada, tratando de verme por el huequito, por la forma en que agita los brazos rogando que lo deje volar, por la sonrisa invertida, la mano al pecho, los quejidos, el dolor del encierro. Lo miro y le duele, lo miro y quiere salir, quiere ser. Levanta la cabeza y me intimida, y aparto la mirada, y tapo el huequito con la punta de los dedos. Por un segundo intento ahogarlo, matarlo, que muera en mis manos, que muera de una vez, en silencio. Y levanto la caja, enojada, asustada, enojada con el, con el miedo que me provoca, con la impotencia, y la guardo en el estante, en el más empolvado.

Lo guardo arriba de todo, donde no lo puedo ver.

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